martes, 2 de junio de 2009

Prólogo de Luis García Montero


Leer la ciudad

Baudelaire nos enseñó en sus poemas sobre París que todas las ciudades son una alegoría. Una ciudad es un paisaje sentimental que hace a sus habitantes. Luego se deshace, y deja a sus criaturas condenadas a pasear entre ausencias. Su código está marcado por la velocidad, por el tiempo fugaz que todo lo fabrica para que todo se desvanezca en el aire. Pero desvanecerse significa con frecuencia permanecer en forma de recuerdo. Por eso los caminantes urbanos recorren un doble sendero, pisan una realidad de aceras, edificios, piedras, y otra de sugerencias, ecos, borraduras, fantasmas y desapariciones. Junto a las huellas del paseante solitario pueden percibirse las sombras de otras huellas. Las ciudades no sólo se ven, sino que se leen, se interpretan, se intuyen, se conservan dentro de una mirada. Cuando leemos, hacemos que los argumentos de los libros convivan con el mundo que nos circunda. Del mismo modo, al pasear por la ciudad, conviven en los ojos de sus habitantes la evidencia del mundo exterior y el paisaje íntimo de lo desaparecido.

En el primer capítulo de este libro, Concha Caballero escribe lo siguiente: “La literatura no es historia, no es por tanto real, en el sentido estricto de la palabra, pero construye escenarios, vivencias, mitos”. En efecto, la literatura crea una mirada, da sentido a los horizontes, nace de la historia e interviene en la historia al convivir como un recuerdo íntimo o social con los paisajes. La literatura crea escenarios y acompaña a los paseantes en sus recorridos por la ciudad. Los pasos son tan alegóricos como reales. Gracias a la literatura, conocemos muchas ciudades en las que nunca hemos estado. Gracias a la literatura, la mirada sobre las ciudades que mejor conocemos se carga de historia, de profundidad, de sentido.

El libro de Concha Caballero es recomendable, inteligente y útil. En primer lugar, es la obra de una lectora apasionada, algo imprescindible cuando se trata de leer una ciudad. Los capítulos caminan sobre la historia de la literatura a través de escenas elegidas con notable acierto. El libro sobre Sevilla se convierte en una perpetua invitación a la lectura, porque nos invita a ver y recordar. Al Mutamid evoca en el exilio el jardín de su felicidad y el estanque en el que se reflejó su amor. Andrea Navagero ejerce de cortesano imperial en una ciudad renacentista especializada en celebraciones. Fernando de Herrera no puede ocultar el orgullo de pertenecer a una Andalucía ancha, rica en poesía, con sus vocablos particulares, que nadie debe reducir al lenguaje de los Condes de Carrión. Teresa de Cepeda duda de la ciudad, y teme que la Inquisición se atraviese con cualquier motivo en el corazón de sus fundaciones. Un retrato de Voltaire preside las tertulias de Pablo Olavide, el ilustrado que procura reivindicar el teatro y acabar con la superstición y las prohibiciones clericales. Blanco White siente, en su exilio de Liverpool, la tentación de escribir unas seguidillas. Pushkim recuerda en el Caúcaso un poema juvenil sobre el Guadalquivir. Los hermanos Quintero imaginan una Andalucía sin quebraduras, mientras rellenan impresos en una oficina madrileña del Ministerio de Hacienda. Juan Ramón Jiménez envidia al hortelano de la calle Ruiseñor que vigilaba la salud de sus hortensias incluso después de haberlas vendido. Romero Murube enseña el kimono que vestía García Lorca en sus visitas al Alcázar. Son escenas que nos sitúan de golpe dentro de la historia y nos invitan a recordar.

Mientras vamos conociendo la literatura de Sevilla, sentimos el deseo de leer y releer, de volver a las páginas de El diablo cojuelo de Vélez de Guevara o a los poemas nocturnos de Manuel Machado. Basta con un simple inventario, y en el libro de Concha Caballero se hace inventario, para asombrarnos ante la fuerza literaria e histórica de una ciudad que aparece y se impone en los poetas andalusíes, en la poesía de los siglos de oro, en las pesadumbres ilustradas, en los azares románticos de don Álvaro o don Juan, en las aventuras románticas de Lord Byron o Teophile Gautir, en las angustias de Dostoyevski, en los viajes de novios de la novela realista española, en el lirismo evocativo de Juan Ramón Jiménez o en muchos de sus herederos, esos jóvenes poetas, a mitad de camino entre la seriedad y la travesura perpetua, que se reunieron en una fotografía y en una ciudad para homenajear a Góngora cuando acababa el año 1927. Lo cercano suele cubrir el pasado, como el árbol primero oculta el bosque. Pero si es asombrosa la fertilísima presencia de poetas sevillanos como Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Machado o Luis Cernuda en la literatura española y en la educación sentimental contemporánea, asombrosa es también la presencia de Sevilla a lo largo de los siglos en la mejor cultura nacional e internacional. Lo demuestra el libro de Concha Caballero. Además, de demostrarlo, nos invita a vivirlo por dentro. Por eso es una invitación permanente a la lectura.

Concha Caballero es conocida como una de las políticas andaluzas de voz más independiente, honrada y singular. Su acercamiento a la lucha ideológica se produjo no sólo por el espectáculo que le ofrecieron las injusticias y las precariedades de la realidad, sino por su amor a los libros. Profesora de literatura, seguidora de la escuela teórica encabezada en España por Juan Carlos Rodríguez, se preocupó desde muy joven por descubrir las relaciones que se establecen entre la historia, las palabras y los sentimientos. Su educación literaria facilita que el recuerdo de los escritores sea inseparable del conocimiento de su realidad, de su historia, de su ciudad. Hablar sobre los escritores de Sevilla es hablar sobre la ciudad, indagar la elaboración de su sentido cultural, ese patrimonio de recuerdos que nos acompañan cuando caminamos por sus calles. Sevilla no es sólo un lugar, es también un sueño, una metáfora. Pero esa metáfora está llena de historia, ha sido moldeada por ojos que necesitaron entender la realidad.

La concepción ideológica de Andalucía, con Sevilla en el corazón, ha facilitado diversas lecturas que van desde las evocaciones paradisíacas hasta la descripción seca de la miseria. Los extremos marcan una Andalucía romántica, dueña de una pasión y una sensualidad que no dudan en hacerse razón de vida, y la Andalucía del hambre, arañada por las desigualdades, la soberbia fermentada de los señoritos y la indolencia campesina. Las definiciones teóricas del espíritu andaluz han abierto perspectivas para todos los gustos, pero no ha sido extraña la costumbre de evitar contradicciones, de borrar matices a la hora de elegir. Quienes buscaban el edén se sentían más cómodos al olvidar la miseria de los otros, o al tratarla como una compañera inevitable de sus propias aventuras. Quienes denunciaban los atrasos históricos y los lastres del Antiguo Régimen, no se molestaban en preguntarse por la utilidad no industrial de la belleza, la sensualidad, la lentitud y el amor por la calle.

La imagen de Sevilla y Andalucía que nos ofrece Concha Caballero no remarca al final del libro una conclusión sociológica, ni una propuesta moral. Pero se va filtrando a lo largo de sus páginas y sus escenas literarias como un sentimiento que no quiere ni puede separarse de la conciencia. Su meditación sobre la metáfora del Sur se atreve a romper los extremos, y evita la trampa de los que confunden el progreso con un desarrollismo capaz de devorar los valores humanos más profundos. Porque esos valores son tal vez ajenos a las sociedades del frío positivista y a las prisas de una mentalidad industrial controlada segundo a segundo por los relojes, pero no son incompatibles con el futuro. La atenta mirada de Concha Caballero observa la realidad, toma conciencia de las precariedades y defiende, al mismo tiempo, la ilusión de una rebeldía sensual, callejera, descarada, tan bulliciosa como lenta. Asume la intimidad del tiempo preciso que se necesita para atender a la belleza, y al amor, y a la alegría, y a la presencia de los otros. Sentir la fiesta no supone un desconocimiento del dolor. La Andalucía de Concha Caballero desconfía del productivismo deshumanizador y de la prepotencia del lujo, para mantenerse leal a un futuro compartido.

Todos los prólogos son una conversación, un diálogo entre el autor y su primer lector convencido. Este prólogo quiere, además, ser un consejo. Te aconsejo, curioso lector, que disfrutes del libro de Concha Caballero. Su inventario sevillano sirve para conocer la historia de la ciudad, para ponernos enfrente de sus metáforas y para responsabilizarnos de ellas sin dogmatismos, supersticiones o falsas promesas de pintoresquismo aguado. Es la responsabilidad propia de los buenos lectores.

Luis García Montero

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